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Todos hemos experimentado momentos de turbulencia en nuestra vida, situaciones en las cuáles hemos sentido que prácticamente nos «desangramos por dentro». Circunstancias que agobian nuestra felicidad y nos inundan de tristeza como si éstas fueran icebergs que congelan nuestras emociones.

¿Recuerdas ese momento en que alguien te rechazó por primera vez y te excluyeron automáticamente del grupo? ¿Cuándo fuiste descartado de ese proceso laboral después de haber invertido todas tus fuerzas? ¿Cuándo las cuentas bancarias se elevaron a un monto casi imposible de pagar? ¿Cuándo no había suficiente dinero para comprar comida? ¿Cuándo se produjo el divorcio de tus padres? ¿Cuándo ese hermano te humilló frente a sus compañeros? ¿Cuándo tu mejor amigo o amiga te dio la espalda repentinamente y te quedaste al descubierto de la traición?

La crisis se puede describir como un período en el que carecemos de algún recurso y surge nuestra vulnerabilidad (el verdadero yo) frente a la circunstancia. Es un lugar frío al cuál no todas las personas ansían ir, pero ineludiblemente atravesamos por allí en algún ocaso de la vida.

Curiosamente desde que crecemos somos equipados para ir a la escuela, instruidos para buscar trabajo, enseñados para elegir nuestra carrera profesional, aconsejados para encontrar pareja, entrenados para comportarnos adecuadamente en una reunión y formados para comer con modales. De buena o de mala forma, hay un estereotipo social de cómo comportarnos ante diferentes situaciones.

Sin embargo, no vamos a ninguna escuela de «educación emocional». Nadie nos enseña a sentir o al menos, a identificar nuestras emociones. Más bien, en este sector occidental del planeta sufrimos una castración emocional de niños. Frases como: “¡No llore!” ”¡No tenga miedo, anímese!” “¡Conténtense, eso no es nada!” “¿Por qué está triste? Sea hombre y levantase” “¡Eso no le tiene que afectar!” “¡Vamos! Supérelo”.

Recibimos un gran bombardeo de mensajes y enseñanzas que forman nuestro intelecto, nuestras creencias, nuestro marco de valores, y hasta cierto punto una personalidad que no se da la oportunidad de sentir como debiera, o bien que siente mucho pero minimiza el efecto de las emociones en su vida.

Dios es un estratega perfecto. Me he dado cuenta que toda ciencia o disciplina que trate de estudiar la realidad coincide con los parámetros del cielo, porque al final de cuentas todo cuanto existe pertenece a Él y fue a través de su participación que llegó a ser visible. Asimismo el estudio de las emociones nos apunta a un Creador Inteligente.

Las emociones tienen que regresar a su sitio. Hemos vivido mucho tiempo en la era glacial de las emociones o en la fase del oscurantismo afectivo y hemos privilegiado el culto a la razón, al saber, al tener títulos, al tener mucha información y al conocimiento. Sin embargo el que llora, el que tiene miedo o el que tiene tristeza es relegado a un segundo plano, como si fuera menos importante. O ¿qué decir del que se alegra por sus logros y en lugar de recibir reconocimiento recoge envidia de los demás?

Por ejemplo, se demostró que la expresividad emocional es de suma importancia. Al punto que se ha llegado a la conclusión de que reservarse comentar lo que nos ha sucedido en la vida por algún trauma o situación adversa, puede ser casi más perjudicial que el mismo evento traumático. Es decir, puede resultar que encubrir un momento de vergüenza, o una situación difícil, un abuso, una ofensa, una pérdida sea más peligroso para nuestra salud emocional que el mismo evento cuando ocurrió. Guardar un abuso sexual o emocional es más doloroso para el corazón que la misma situación de abuso (Brown, 2013).

Regresando al punto, nuestras emociones fueron impuestas por el Rey del Cielo en nuestro interior para brillar en primavera. Los descubrimientos neurológicos se han abocado a descubrir cuál es el funcionamiento del cerebro para relacionar las partes que corresponden a diferentes sentimientos y emociones. Todo regresa a Él, porque Él no puede ser sacado de la fórmula de la existencia.

Jesús creyó importante expresar sus emociones y dijo: “Mi alma está destrozada de tanta tristeza, hasta el punto de la muerte…” ¿Alguien ha dicho eso en su grupo de amigos? ¿Alguien ha tenido la humildad de decir «no puedo, necesito alguien que me ayude»? Es más probable ver gente que aconseja a otros que personas que desean ser aconsejadas. Por eso, insisto en que la “humildad es la más excelsa de todas las virtudes”, porque nos pone en la posición correcta en la vida. Una posición de dependencia de Dios y del otro. No es bueno que el hombre esté solo.

La expresividad de las emociones requiere de humildad para reconocer nuestra vulnerabilidad y fragilidad como seres humanos. Jesús, siendo plenamente divino y humano, se negó a dejar una imagen de «súper hombre» que no sentía, que no le dolía o que no sufría. La grandeza del ser humano no se traduce en un porcentaje de coeficiente intelectual o inteligencia, sino en la esencia del conocimiento de sí mismo y la admisión de sus necesidades.

El más alto nivel al que podemos llegar en el ranking de la vida es al de la expresión de nuestra humanidad. Ser humildes para sentarnos a abrir nuestro corazón de que somos realmente frágiles. Cuando hacemos esto evitamos que la vergüenza, la culpa y el señalamiento ocupen un lugar en nuestra vida, y logramos vivir en la autenticidad de quiénes somos. Expresar nuestras emociones mejorará nuestra capacidad de vivir, de disfrutar y de afrontar la vida. Además nos evitará muchas visitas al médico o al fisioterapeuta.

¡Basta ya de utilizar la frase: » son solo emociones”! Más bien, regresemos a los tiempos de antes cuando sentir era lo único que se necesitaba para producir una canción, escribir un poema, conquistar un corazón o alcanzar un sueño improbable. Todo dentro del marco de la razón por supuesto, pero no podemos dejar ninguna de las dos de un lado. Los extremos son los que dañan. La pasión excesiva sin entendimiento y la razón estructurada que no siente.

Aun así, se dice que el ser humano frente a una situación compleja responde en sus emociones y no en su razón (Coleman, 1995).  Si alguien viene al golpearnos o a soltarnos un manotazo, difícilmente nos vamos a detener a decirle: «Mire, deje su brazo a un lado,  conversemos de esta situación tan acongojante». No, al contrario nuestro sistema nervioso parasimpático nos llevará a huir de la situación o a buscar un escape, ya sea devolver el golpe o retirarnos de la tragedia. Ante las situaciones repentinas de la vida, como una noticia o un momento inesperado, usaremos nuestro bagaje emocional para responder al instante. ¿Qué haríamos si vemos a un niño en la calle a punto de ser colisionado por un vehículo? ¿Nos sentaríamos a analizar los riesgos lógicos de su muerte? ¡No! ¡Jamás! Definitivamente correríamos en busca de socorrerlo impulsados por una emoción de supervivencia y protección.

¡Es tiempo de regresar a la era de la primavera y abandonar la era del hielo emocional!

Bibliografía:

  • Brown, B. (2013). Frágil: El poder de la vulnerabilidad. Editorial Urano. Barcelona: España.
  • Goleman, D. (1995). Inteligencia emocional. Editorial Kairós. Barcelona: España.